He dejado pasar unos días de
barbecho para volver a hablar del tema.
Octubre es el mes del cáncer
de mama, el mes rosa. ¿Qué a quien se le ocurrió esta efemérides?, ni idea.
El caso es que año tras año
no nos libramos de esta imagen de mujeres bellas y hermosas con sus pañuelitos
rosa, y hombres comprometidos con lacitos en la solapa.
No, el rosa no es mi color.
Nunca lo ha sido. Soy más de rojos, turquesas, magentas y amarillos.
Incluso
blancos y negros.
A veces pienso, qué fácil es
caer en el victimismo. Solo hay que dejarse llevar. Es como la muerte dulce.
Guerrera. Detrás de este
adjetivo relacionado con la lucha- palabra que tampoco me gusta- está el rol de
víctima. Ese, todo me pasa a mí. Ese,
qué he hecho yo para merecer esto.
Ese, no puedo más.
¿Qué pasaría si ese
victimismo lo vestimos de rosa?. Pues que, además le estamos dando una carga de
pena, de lástimas, de pobrecita, que nos obliga a rearmarnos, a sacar la espada,
a convertirnos en la khaleesi que nos piden que llevemos dentro: fuerte, segura
y valiente.
En esa dualidad nos movemos.
Rodeadas de elementos que nos impiden ser dueñas de nuestra atención, la clave
para recuperar nuestra presencia. Esa dualidad que, a través de enfrentar los
polos entre sí, es el motor de todos los dramas de la humanidad.
A veces, siento esa cultura
como una imposición invisible. Necesito y quiero pasar de ese sentido del deber
(tengo que luchar, no puedo rendirme, tengo que pensar en mi familia, hazlo por
ellas…), al sentido de la felicidad.
Esta soy yo y quiero vivir
desde mi coherencia. Soy Kirikú, “el que sabe lo que quiere”.
No quiero fascinar, como
hacen las guerreras, quiero conmover. Quiero apartar de mí todo belicismo. Las guerras ni se ganan
ni se pierden, y yo no quiero participar en ellas.
No
me llames
guerrera...